Era una vez, en un tiempo envuelto en el velo del pasado, un joven explorador que deambulaba por un extenso prado. En su corazón, llevaba la curiosidad y el asombro de la niñez. En medio de este prado, se encontró con un árbol peculiar, majestuoso y solitario, que portaba un enigmático cartel: «Soy un árbol encantado. Pronuncia las palabras mágicas y descubrirás mi secreto».
El joven, con los ojos brillando de excitación, se apresuró a desentrañar el misterio. Empezó a lanzar al aire palabras que pensaba que podrían ser el conjuro secreto: «¡Abracadabra!», «¡Tan-ta-ta-chán!», «¡Supercalifragilisticoespialidoso!», y muchas más. Pero, tras cada intento, el árbol permanecía inmutable, silencioso, guardando celosamente su secreto.
Después de un sinfín de intentos fallidos, el cansancio y la desilusión envolvieron al niño. Se dejó caer al suelo, sus hombros caídos en señal de rendición. En un susurro cargado de esperanza y desesperación, exclamó: «¡Por favor, arbolito, muéstrame tu magia!»
Como si esas palabras fueran la llave que el árbol había estado esperando, una gran puerta se materializó ante los ojos asombrados del niño. Se abrió lentamente, revelando un interior sumido en la oscuridad, solo iluminado por un letrero que brillaba con un mensaje: «Sigue creando magia».
El corazón del joven latió con fuerza. Con una voz temblorosa, pero llena de gratitud, murmuró: «Gracias, arbolito». En ese instante, una luz cálida y acogedora se encendió, revelando un camino que conducía a una montaña deslumbrante de juguetes y montones de chocolate.
El niño, abrumado por la alegría y el asombro, corrió a compartir este descubrimiento con sus amigos. Juntos, experimentaron la mejor fiesta de sus vidas, regocijándose en la generosidad del árbol encantado.
Desde aquel día, la leyenda del árbol encantado se esparció como el viento entre los prados, enseñando a todos que las verdaderas palabras mágicas en este mundo, capaces de abrir corazones y desatar maravillas, son «por favor» y «gracias».